Quiero hablar de las implicancias del Monumento a los desaparecidos de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo (FAU) de La Plata. Contar mi interpretación de una cadena de acontecimientos y cuitas persistentes que, al escribirlas, intento emprolijar.
Me inicié en la facultad que estábamos haciendo. La arquitectura y el orden del mundo eran una sola novedad incitante y todo eso había que descubrirlo, o de ser necesario inventarlo, que era para nosotros casi lo mismo.
Coincidieron ciertas circunstancias externas. La arquitectura – tan antigua como la humanidad – era localmente casi una novedad; había muy pocos arquitectos, construían los ingenieros con otros esmeros distintos. Y además eran muy recientes los profundos replanteos del “Movimiento Moderno”, nos tocaba ser algo así como su tercera generación. Oportunidades fuertes que no íbamos a eludir.
Pronto tuvimos un lugar propio –un gran patio– que rápidamente modeló nuestro modo de ser. Lo llenamos de los más variados deseos, ideas, ingenuidades y grandezas; todas compartidas y por eso bastante transitorias. Las adhesiones, prejuicios o convicciones no podían perdurar inamovibles. Aprendimos sin esfuerzos a pensar, se volvió costumbre y entonces las afinidades y agrupamientos no resultaban definitivos, se podían mejorar. Todo se elaboraba buscando la arquitectura de un mundo mejor. Ese patio unificó la facultad, más allá de todas sus diferencias. Adoptó y ejerció esa concepción abierta de la enseñanza.
Por todo esto, ese ámbito formativo era lo mejor que yo pueda imaginar, allí se practicaba con naturalidad y sin fantasmas una verdadera libertad intelectual, y allí mi generación exploró las posibilidades, las fronteras y el sentido de la arquitectura. De esa gimnasia nació un entusiasmo capaz de impulsar a la acción; cambiar el mundo y construir estaba implícito.
Roberto Saraví
Inauguración de “La Espiral”. Foto: Claudia Waslet
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